“Pero estas rebeliones eran momentáneas; volvían a él la sumisión resignada del labriego y el respeto tradicional y supersticioso para la propiedad. Había que trabajar y ser honrado.
Y el pobre hombre, que consideraba el no pagar como la mayor de las deshonras, volvía a sus faenas cada vez más débil, más extenuado, sintiendo en su interior el lento desplome de su energía, convencido de que no podía prolongar esta lucha, pero indignado ante la posibilidad tan sólo de abandonar un palmo de las tierras de sus ascendientes.”

 
“Pero en la tarde, cuando vio venir por el camino a unos señores vestidos de negro, fúnebres pajarracos con alas de papel arrolladas bajo el brazo, ya no dudó. Aquél era el enemigo. Iban a robarle.”

“Aquella noche, muchos durmieron mal. Parecía que el pequeñín, al irse del mundo, hubiese dejado clavada una espina en la conciencia de los vecinos. Más de una mujer revolvióse en la cama, turbando con su inquietud el sueño de su marido, que protestaba, indignado. «Pero, ¡maldita!, ¿no pensaba en dormir?...» «No; no podía; aquel niño turbaba su sueño. ¡Pobrecito! ¿Qué le contaría aquel pequeñuelo al Señor cuando entrase en el cielo?...»
A todos alcanzaba algo de responsabilidad en esta muerte; pero cada uno, con hipócrita egoísmo, atribuía al vecino la principal culpa de la enconada persecución, cuyas consecuencias habían caído sobre el pequeño; cada comadre inventaba una responsabilidad para la que tenía por enemiga. Y, al fin, dormíase con el propósito de deshacer al día siguiente todo el mal causado, de ir por la mañana a ofrecerse a la familia, a llorar sobre el pobre niño; y entre las nieblas del sueño creían ver a Pascualet, blanco y luminoso como un ángel, mirando con ojos de reproche a los que tan duros habían sido con él y su familia."


Vicente Blasco Ibañez. “La barraca.”